viernes, 8 de enero de 2016

Análisis de personaje I: ANGÉLICA, La Dama del Alba


  
La Muerte y Angélica


Mi nombre es Ángélica, y pertenezco a la mejor familia que podría haberme tocado. Mi casa es alegre y jamás se enturbia el ambiente por una mala cara o un llanto triste. Tengo dos hermanos pequeños: Andrés y Dorina, mis traviesos angelitos. Mi padre murió hace ya muchos años, pero lo recordamos con cariño. Hace ya tiempo que madre dejó de llorar, todo gracias a mi abuelo, que hace que sus horas pasen más rápido y la anima dejándose cuidar. Es el mejor hombre que he conocido, valiente y muy, muy listo. Mi abuelo. Con nosotros vive Telva, la criada que es ya como una segunda madre para todos, recuerdo los días de hacer tartas como los más felices de mi vida. También está Quico, el mozo de cuadra que, de vez en cuando, ayuda a Telva a llevar la casa. Es un pilluelo, pero siempre trae noticias frescas del pueblo.

Aquí en la aldea nunca pasa nada interesante, la vida va y viene tranquila, dejándose llevar. Los hombres siegan en el campo o bajan a las minas -siempre con miedo por el recuerdo-, y las mujeres bordamos, cocinamos o paseamos. Cuando era más pequeña, me gustaba salir al monte y escuchar al pastor tocar la zampoña; me tumbaba sobre la hierba, cerca de las ovejas, y cerraba los ojos imaginando mil historias que la música me susurraba. Gracias a él y a la anciana Marina -que cantaba romances todas las tardes junto a la higuera-, aprendí a disfrutar con los cuentos que luego contaba yo a mis hermanos. Mi preferido es el Romance del Conde Olinos. Solía soñar que un Conde paseaba por estas tierras y se enamoraba de mí tan profundamente que jamás se iba, me conquistaba y nuestro amor duraba para siempre, para toda la eternidad. Me gustaba fantasear con amores imposibles mientras bordaba, así me distraía de la cotidianeidad y lo basto de mi mundo. Hasta que conocí a Martín.

Fue una tarde en mayo que mi madre me envió al pueblo a por cintas para un nuevo vestido, hacía un día tan bonito que no pude resistir ir por el camino largo que pasa junto a los segadores. Canturreaba y recogía las flores que crecen en el rellano del camino. Vi una particularmente hermosa que me costó arrancar por su grueso tallo. Fue en ese instante, en el que conseguí la rosa más bonita, cuando levanté la vista y pillé a un muchacho mirándome de arriba a abajo. Yo hice como que no me había percatado y seguí caminando. Ese día, cuando volví a casa, madre me riñó por haber tardado tanto, pero yo me fui con una sonrisa a la cama, pensando en aquel misterioso segador que me había observado por primera vez. A partir de ese momento, empecé a bajar al pueblo casi diariamente, aceptando los encargos de todos aunque no fueran mi tarea, solamente para pasar junto a los segadores y poder observar al muchacho que había despertado algo en mí. Poco a poco comencé a mirarle yo también y a sonreirle, ¿por qué no?, cada vez que me miraba. Como sabía que no apartaba sus ojos de mí, caminaba lento hacia el pueblo disfrutando de la sensación que yo creía despertar también en él. Una mañana a finales de junio, cuando el calor era casi insoportable, él se acercó a mí, me sonrió y con la excusa del calor, preguntó por mi nombre,

  • Angélica- le dije un poco airada,
  • Un nombre precioso, el más bonito del pueblo.

Sentí un ardor enorme que me escalaba hacia el pecho y mis mejillas se sonrojaron tanto que tuve que excusarme e irme casi corriendo. Luego, a la noche, me di cuenta de que ni siquiera le había preguntado su nombre, ¡no sabía cómo dirigirme a él en mis sueños! Así que, al día siguiente, a pesar de los latidos de mi corazón, decidí acercarme yo,

  • Siento mucho haberme ido tan rápido ayer, mi madre estaba esperando el vino y... Bueno, que con las prisas me he dado cuenta de que yo no sé tu nombre y que juegas con ventaja.
  • Me llamo Martín – me contestó sonriendo, y nos miramos durante un buen rato, sin poder apartar la vista.

Los días pasaban y Martín y yo hablábamos cada vez que nos cruzábamos. Solía soñar con él, era lo mejor que me había pasado desde las tartas de avellana de Telva. Nos hicimos buenos amigos, ya no podíamos vivir el uno sin el otro. Entonces comprendimos que una amistad no era suficiente. Recuerdo el primer beso, con sabor a hierba fresca y al rocío mañanero; y luego los abrazos, y más besos. Cuando sus brazos rodeaban mi cintura me entraba un calor que jamás había sentido. Los días eran más alegres y las horas pasaban ágiles con él. Fueron dos años de intensa relación. En el pueblo nos creían inseparables y Martín se había ganado a mi familia.

Todo era igual que siempre, la novedad se había ido. Volvía a bordar pensando en el amor imposible y el conde Olinos. Martín, como era de esperar, me pidió en matrimonio y yo acepté para la alegría de todos. Preparamos la boda con impaciencia, mi madre quería que fuera la más recordada, por eso me envió a por las galas a la ciudad. Y yo acepté esa nueva aventura con gusto.

Llegué a la ciudad con una curiosidad casi insana, todo me parecía grande y diferente. Las calles estaban pavimentadas y las muchachas eran más bonitas allí. Me enamoré instantánemaente de la vida que allí fluía. Y en una sombrerería conocí a Lucas. Lucas, Lucas. Sin esperarlo, sin quererlo, sin pensarlo, él se convirtió en mi conde, mi amor eterno. Me dejé llevar por el bullicio de las tiendas, los bares, los colores y olores y me entregué por completo a esa nueva vida. Y a Lucas. El viaje que debía durar varios días, se convirtió en varias semanas y yo me olvidaba... Me olvidaba de mi pueblo, mi casa, mi familia y de Martín.

Una noche me desperté en medio de un terrible sueño en el que mi familia me olvidaba, ya no conocían mi nombre. Al alba partí de nuevo a mi vida de siempre, con temor al olvido, pero con una promesa a mi conde: volvería, volvería con él si me rescataba, al séptimo día de mi regreso él me esperaría junto al río, mi salvación. Así que regresé, y fui muy bien recibida. Nadie me había olvidado. Martín y yo nos casamos, no tuve fuerzas para decirle lo que había descubierto, lo que sentía por la ciudad y lo que ya había dejado de sentir por él. Martín me adoraba, podía verlo en sus ojos cada vez que me miraba. Yo temblaba de angustia. Me sentía encerrada, no podía olvidar la promesa de Lucas, de una vida llena de aventuras, de un amor eterno, casi imposible, con el que desde niña había siempre soñado. Estuve enferma tres días, no dejaba de llorar. Por las noches no podía conciliar el sueño sabiendo que quien estaba a mi lado era Martín y no Lucas. Entonces, a la tercera noche de casada, me escapé. Salí hacia el río con nada más que lo puesto y un pañuelo que Martín me había regalado cuando comenzamos a salir. No quería que me estorbara en mi decisión, así que lo tiré al río, para olvidarme de todo lo que había sido. Lucas me esperaba al otro lado con dos caballos, corrí a sus brazos y lloré de emoción. “Gracias, gracias por haber venido”. Pero Martín me había visto salir, y me había visto abrazar a otro. Con la mejor montura de la casa y cargado con una escopeta nos persiguió río abajo hasta que, por cansancio u orgullo, nos perdió de vista. Yo lo vi pararse mirando al infinito y, por un instante, la duda se apoderó de mí. Pero luego supe que, de algún modo, sería feliz con Lucas y la vida de belleza que estaba a punto de comenzar.

Pero me equivocaba. Al principio Lucas era maravilloso, me trataba como una princesa. Yo lo adoraba, me dejaba llevar y nunca vi cómo se burlaba de mí frente a sus amigos o cómo rehuía de mi abrazo cada vez más. Una mañana me desperté y se había ido, me había abandonado. Pregunté por las calles, fui a las tabernas y lloré hasta que no me quedaron más lágrimas. La soledad se apoderó entonces de mí y pensé en el dulce beso de la muerte, si me quitaba la vida ya no tenía que seguir sufriendo. Fue una noche en la taberna, cavilando sobre mi muerte, cuando se me acercó un caballero y me ofreció una bebida. Acepté y estuvimos hablando, aquello llevó a más y acabamos en mi cama. Me desperté desnuda y con un billete. Sola. Me había pagado por entregarle mi cuerpo. Con ese billete pude comer dos días. Así que, por necesidad o por fatiga, decidí hacer aquello más veces, total, ¿qué era un cuerpo sin un corazón caliente? ¿Sin un alma a la que acudir? Rodé de mano en mano como una moneda sucia. Había perdido el orgullo. Hacía ya mucho que me había humillado a mí misma. Estaba vencida. Solo quería descansar de la vida.

Y entonces, el sueño volvió: aquel que me hizo regresar la última vez. Mi pueblo, mi casa, mi familia, mi Martín que siempre me quiso. ¿Me habían olvidado? No, imposible. Mi madre no, mis hermanitos no... ¿Y Martín? ¿Podría perdonarme? ¿Podrían perdonar mi idiotez?


Ahora he vuelto, no sé ni cómo, ya no siento vergüenza, quiero recuperar mi vida. Lo que es mío. Quiero ser feliz. 

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