Mi gato
fue azul, fue verde y amarillo, y también violeta. Caminaba siempre
a mi lado dando saltitos a mi alrededor, como una cabra que sigue a
su pastora. Me hacía compañía siempre que estaba triste, y cuando
estaba muy contenta se alegraba conmigo y lo celebraba maullando a mi
lado. Era el mejor gato del mundo.Si
hubiese existido habría sido el mejor gato del mundo. Pero yo nunca
he tenido un gato, ni perro, ni siquiera un canario o un hormiguero.
Siempre he estado sola, y sola me encontraba el otro día cuando...
Una
habitación oscura. No distinguía nada. Estaba en el medio, lo sabía
a pesar de no ver nada. Pero escuchaba voces, muchas voces a mi
alrededor. Me rodeaban meciéndome en su conversación. Sus
conversaciones, porque allí se discutían muchas cosas: oía a gente
gritar, a otra reír, y también captaba murmullos. Pero no veía
nada, estaba completamente a oscuras, y nadie se dirigía mí. Fui
hacia un grupo de voces e intenté hablar, pero ningún sonido salía
de mi boca. Al intentarlo me quedaba sin aire, me ahogaba. Entonces
intenté comunicarme con gestos, me acerqué al mismo grupo y extendí
mis manos con intención de tocar sus rostros, pero no había nadie.
Por más que me movía no tocaba nada. Sólo podía escuchar,
escuchar....
- ...
- La chica esta.
- Pues no... no me he enterado.
- ¿De verdad? Pues ha sido horrible, ha chocado contra un camión y ha rodado hasta el río. No la han encontrado aún, pero siguen buscando su cuerpo.
- Es que ya no se puede circular con normalidad, siempre va a venir algún inconsciente a provocar. El otro día...
Mi
casa fue una mansión, una gran mansión victoriana. Tenía tres
pisos con un gran balcón que la rodeaba. Grandes ventanales
decorados con motivos campestres – hojas de parra, animales,
bellotas...- dejaban pasar la luz al interior y así no necesitaba de
lámparas: por la noche la luz de la luna, y de día, la luz del sol.
Si
alguna vez hubiera tenido casa, me hubiera gustado que fuese así,
que no tuviera luz eléctrica. Pero nunca he tenido casa propia,
digamos que ni siquiera casa ajena. Siempre he vagado sola, y sola
estaba cuando...
Me
desperté. Estaba tumbada en la hierba, una hierba muy verde. Era
verano y hacía sol, pero los árboles me guardaban de sus rayos.
Escuchaba a los pájaros trinar, y también el viento colándose
entre las hojas, arrullándolas. Abrí los ojos y vi el cielo azul,
sin una nube al acecho. Sonreí, me sentí en paz, tranquila y
satisfecha. Acaricié la hierba con las manos. Una mariposa voló por
encima de mí y se posó en mis nudillos. Fue mágico. Por un
momento, ni ella ni yo nos movimos. Solas las dos, mirándonos
fijamente, sin deseos, sin ilusiones. Dos almas: una animal y otra
humana.
Oí una
risa, una risa inocente y cristalina, que se acercaba rápidamente,
ligera, única. “¡Ven a jugar al río!”, me decía esa risa, y
llegó. Mi hermana pequeña se tumbó a mi lado espantando a la
mariposa y se volvió a reír: “¡Ven a jugar al río!”. Tiró de
mí, me levantó. Y fui.
Mi
recuerdo... Mi recuerdo más valioso. Estar allí, con mi hermana y
la mariposa, en paz. Creo que ese día me acerqué a la idea de
felicidad. No tuve un gato, ni un perro ni una mansión. Pero fui
feliz, me reí cuanto pude, sonreí cuando había que hacerlo y viví.
Sobre todo viví acompañada.
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